martes, octubre 24, 2017

Los estamentos del poder roban mucho vocabulario de la ficción

La escritora publicó una formidable novela, atravesada por un realismo deformado, una suerte de esperpento lírico que extrema lo que habría sucedido si la Argentina hubiera ganado la guerra de Malvinas. La presenta hoy a las 19 en Alamut Libros.
Por Silvina Friera
PAGINA/12



La carne en el asador de la lengua se consuma con la monstruosa violencia poética de Fernanda García Lao. “Hace dos años que tenemos las M pero perdimos la defensa, el control de los cuerpos. El enemigo, antes de su rendición estratégica, emponzoñó en secreto las aguas, derramando hasta la última gota de nuestro combustible”, advierte Jacinto Cifuentes, mediocre burócrata de la Junta que gobierna desde Rawson, que se encarga de un experimento que aglutina prostitución y patriotismo. “Nuestra plana mayor se trasladó para la celebración, ignorando la maniobra sucia. Nadie quería perderse la foto de la supuesta victoria. De este lado, ni un oficial. Los adversarios, esos falsos caballeros, bajaron su bandera, subieron a sus barcos y abandonaron el lugar”, cuenta Jacinto, hijo vegetariano de un matarife y voz narradora de Nación Vacuna (Emecé), formidable novela de un realismo deformado y grotesco, una suerte de esperpento lírico, que extrema lo que habría sucedido si la Argentina hubiera ganado en la guerra de Malvinas. La novela se presentará hoy a las 19 en Alamut Libros (Borges 1985).

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“Nación Vacuna empezó por Jacinto y su padre y una madre que no está. Después voy indagando, como preguntándole a los personajes, no es que planifique demasiado. Inmediatamente surgió la idea de que habían trasladado la capital a Rawson y entonces se colaron determinadas estampillas de la historia argentina como las fantasías, algunas realizadas, lamentablemente, y otras no. Y se desarrollaron algunas imágenes en torno a ese lugar y a la carnicería, al frigorífico. Cuando era chica y vivía en Mendoza, íbamos a un frigorífico que estaba en las afueras y había que alejarse de la ciudad. Ese frigorífico para mí es el mismo de mi novela Muerta de hambre, cuando ella va al concurso, que es un viejo frigorífico. Esa idea de un lugar teñido de sangre también me remitió al matadero”, plantea la escritora en la entrevista con PáginaI12.



Aunque fue actriz y dramaturga, no está interpretando un personaje cuando habla como si fuera una madrileña. Ese acento es un indeleble tatuaje sonoro de su educación sentimental en Madrid, adonde se exilió junto a su padre, el periodista Ambrosio García Lao (1926-1983) y el resto de su familia, cuando tenía nueve años. “Tenía la necesidad de trabajar un universo femenino desplazado desde la perspectiva de un hombre que desea, pero que no siente placer. Por otro lado, no me caía demasiado bien Jacinto porque sentía que era un poco cínico en el sentido de que él sabe, no está de acuerdo en nada de lo que hace, pero sin embargo acompaña el movimiento. El desarrollo de la novela fue muy lento porque estaba escribiendo, como siempre, otra cosa”, recuerda la autora de las novelas La perfecta otra cosa, La piel dura, Vagabundas y Fuera de la jaula. “Hubo un momento en que ya estaba por la página setenta en que empecé a sentir que me necesitaban los personajes. Ahí tenía fragmentos diferentes, otro tono, y me decidí por los diálogos indirectos, por esta primera persona teñida por lo familiar y lo colectivo, por ese dolor y desgano por salvarse”, plantea García Lao.

–¿Por qué las M? ¿Esa M es Malvinas?

–Sí y no… No sé cómo surgió en realidad, pero nunca olvidé cómo me enteré de la guerra. Yo estaba en el exilio y ni siquiera estaba en España: estaba en Francia. Era la primera vez que salía de España para hacer un intercambio con el colegio y me enteré en París, en la cola para entrar a Versalles, donde nos habían contado esas anécdotas tan graciosas que son las que más me interesan, como que a un kilómetro a la redonda se olía cuando había fiesta y ese tipo de situaciones. Yo estaba en ese plano fantástico de un pasado ya inexistente cuando vi a un señor que estaba leyendo un diario que decía: “Argentina declaró la guerra a Gran Bretaña”. Me acerqué porque pensé que era apócrifo. Pero no. Me agarró mucha desesperación en ese momento, sobre todo porque estaba fuera de casa y mi casa ya estaba fuera de casa. Mi madre me escribió una carta que conservo, donde veía la guerra como algo absurdo. Mi padre no lo tenía tan claro y se armó como una especie de discusión familiar si merecía la pena, con semejante gobierno, exponerse a eso. Para mí era un delirio más, yo tenía la sensación de que acá todo era delirante. Por otro lado, quedarse fuera del delirio también es como un castigo: te mandan a la normalidad (risas). Yo me fui en cuarto grado y llegué allá en quinto y las M desaparecieron; fueron puestas en el mapa de mi vida a partir de esa guerra. Cuando regresé, lo primero que vi fue a sobrevivientes pidiendo en los colectivos y la gente con la mirada baja. Una elipsis en el medio en cuanto a tiempo y a actitud: de las imágenes de una plaza llena a favor de la guerra a la vergüenza. Y me dio mucha bronca eso. Como me quedé sin patria, no entiendo matar a alguien por un pedazo de tierra. Nunca lo entendí. Tampoco creo en las fronteras; pero no quería nombrarlas porque también me parecía que era un acto político de la Junta reducidas a la letra M. Los estamentos del poder roban mucho vocabulario de la ficción. De hecho la cuestión del relato que se discute siempre, las versiones de los relatos y todas estas teorías conspirativas muy artlianas, son parte del denominador común de lo que acontece. Empecé a escribir con el gobierno anterior y era una novela fantástica. ¿Cómo lee una época, cómo se contextualiza una lectura? Y cuando ganó el ingeniero dije: “Me están plagiando”… porque era imposible (risas). Yo no escribí la novela pendiente del momento porque no lo hago nunca. Pero leo como fantasmas en lo que escribo.

–Y el fantasma de Malvinas y de la dictadura están ahí, ¿no?

–Claro. También en el conflicto con Chile hubo alguna fantasía chilena de envenenar con gas sarín y me pareció una buena idea, no para aplicar en la realidad. Siempre me interesa oscurecer algún eje. El espacio es también el espacio de la cabeza de Jacinto, de los malentendidos políticos, sociales, psíquicos y emocionales. Jacinto es el caído del proyecto. Toda su familia está involucrada en ese proyecto absurdo, como son las familias aspiracionistas que creen en el progreso. El otro día estaba leyendo al coreano Byung-Chul Han que decía cómo había cambiado el paradigma del deber al poder, del “yo debo” al “yo puedo”. Me da la sensación de que ahí hay un síntoma y no sé si hay quien se quede afuera del deseo de poder: de poder llegar, de poder ser, de poder más el infinitivo que le quieras poner detrás. Salvo Jacinto, que lo único que quiere es estar solo. Lo veo también un poco traidor.

–¿En qué sentido traidor?

–El pretende no participar cuando está involucrado en el mal. La novela me sirve para experimentar, cosa que no es habitual escuchar porque pareciera que es en el relato, en el cuento, en la poesía, donde se puede experimentar. Me interesa el espacio de la novela porque siento que tengo kilómetros de posibilidades. Me interesaba encontrar la característica de los vínculos de Jacinto con su gobierno más cercano, que es la familia. Ver cómo se comportaba él y cómo se relacionaba con los demás y con la tentación de figurar. También dudé si lo tenía que sacar de Rawson porque tal vez era una cosa más claustrofóbica. Pero quise que se torciera su rumbo y su destino porque este país es muy imprevisible y me daba la sensación de que tenía que poder quebrar su límite tan reducido, afectivo y espacial. El adhiere a la idea de salvarse mediante una tragedia y pasar a la historia como un trágico. Igual mi lectura fue cambiando y cambia: a veces lo veo como un antihéroe y otras como un infeliz. No me decido (risas). Me hacía gracia que en ese exilio forzoso en el que queda, en ese limbo, se genere otro proyecto: el proyecto dentro del proyecto, basado también en una mentira. El asunto tal vez pase por ahí: ¿en qué se puede creer? ¿Y en quién? No hay respuestas.

–¿En la ficción se puede creer?

–La ficción es un simulacro, es como cuando vas al teatro: creés y sabés que es mentira. Cuando yo actuaba, lo más importante era creer. Lo que pasa es que nunca perdés la conciencia y la noción del espacio, de tus compañeros, del que está enfrente observando, de que esa ropa no es tuya. Si no estarías totalmente loco. Me gusta entrar y salir de la locura y hacer entrar y salir a los demás. Me gusta que se instale desde el primer momento que esto es una ficción sobre todo en un momento en que pareciera que verdad mata ficción. Pero la verdad no existe, entonces, ¿qué es lo que está matando? No hay ideas sino opinión, una opinión pauperizada, de oídas, en la que me incluyo. Nos llegan datos sueltos con los que construimos nuestro pequeño Frankestein de bolsillo para utilizarlo contra los demás, operaciones de maldad doméstica. Eso, para escribirlo, es muy interesante. Para vivirlo, no.

–¿Por qué el lenguaje de Nación Vacuna es violento, con esa respiración tajeante?

–La forma y lo que se dice me parecen que van juntas. Es un tipo solitario que no se explaya, es económico: habla poco, quiere poco. No me lo imaginaba hablando grandes parrafadas a Jacinto. Por otro lado, tenía que cortar los párrafos. Él está cortado, escindido de su familia; es una especie de anarquista frustrado porque no puede ponerse en acción. Después me interesaba ver cómo deseaba Jacinto y si era deseado cómo reaccionaba. No se entrega y da poco porque no quiere que le pidan, es un poco especulador en ese sentido. Y descreído.

–“Es la repetición la que me pone en estado de indiferencia”, dice Jacinto. ¿Coincide?

–Yo no suelo analizar lo que dicen mis personajes desde un punto de vista psicológico porque me parece que no debo. Es una frase que dijo él, no yo (risas). Cuando estoy escribiendo en primera persona, me hago a un lado. Es como la actuación: está bien, ponés el cuerpo, pero decís unos textos que no son tuyos, que salen de tu garganta y con tu respiración. En este caso, el cuerpo es la palabra. Entonces hay algo que dicta como el horror poético que prefiero no diseccionar; es como una morgue de palabras: veamos esta piernita, este adjetivo.

–Hay otra frase que se las trae: “La muerte destruye toda sorpresa lírica. Iguala en idiotez”.

–Eso es cierto totalmente (risas). Yo vivo a dos cuadras del cementerio de Olivos y no sabés cómo iguala… La única diferencia es si estás en tierra o en nicho. O si te vas con tus cenizas. Una señora me dijo: “ya nadie va a tierra”… como si antes fuera mejor ir a tierra. Son esas frases que uno escucha por ahí. Gracias, señora, pensé, esto va a algún lado. Y de hecho fue a la novela que estoy escribiendo. Soy muy fiel a lo que escucho. Muchas veces las cosas más extravagantes han sido escuchadas. Por eso también puedo decir que es una novela realista, que está basada en frases reales. Cuando Jacinto va a la casa de su hermano y le ofrecen solamente berro, eso me pasó a mí cuando era vegetariana. Dejé mi vegetarianismo porque estaba muy anémica.

–¿A qué se debe que lo escuchado ingrese a la ficción de una manera deformada?

–Tal vez escucho solo lo deforme. Si se está hablando del clima, no presto atención. Tengo la oreja y la vista entrenadas para encontrar lo deforme.

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